miércoles, 9 de junio de 2010

APUNTES DE UN PROFESOR DE BACHILLERATO

Reproduce: Héctor Fabio Villalba
1. Nada más desagradable que escuchar un disco rayado. De manera concertada, nuestros sentidos se rebelan contra esa abrupta alteración, merced a la cual volvemos a ser Adán y Eva expulsados del Paraíso. En este caso del vasto y grato paraiso de la música, fuente de no pocas dichas para los espíritus sensibles y aun para aquellos que no lo son pero que, de igual modo, pueden sucumbir ante sus encantos. Para decirlo de otra forma (aunque con parejo encono), un disco rayado es una arbitraria, una imprevista discontinuidad a la que ningún oído bien puesto se podrá jamás resignar.

No es distinto lo que ocurre cuando nos toca soportar (ése es el verbo: sufrir) a esos colegas que suelen referirse una y otra vez, sin ton ni son, a un mismo asunto. Tal parece que para ellos la historia detuvo su marcha y la existencia – por una mofa del avieso destino – se ha reducido a un solo acto que se repite monótonamente sin que cambien personajes, escenario ni parlamento.

Hablo, por supuesto, de esos maestros que en su fastidiosa cantinela acostumbran emplear palabras que el tiempo se ha encargado de llenar de moho y de telarañas. Palabras que de tanto andar de boca en boca – sin tocar los corazones – han terminado por desgastarse y perder su significado primigenio, hasta el punto de que, si se las nombra, inspiran recelo, desconfianza y provocan más de una risita escéptica y burlona.

Para más señas, hablo de aquellos maestros (¿pero es acaso no se han dado cuenta aún de quienes hablo?) que todavía utilizan el tono altisonante de los que se creen depositarios de la verdad absoluta y, por lo tanto, sólo se escuchan a sí mismos.

Sí: hablo de los que encuentran en las asambleas un verdadero caldo de cultivo que favorece la aparición de su perorata. En éstas, como en una opera bufa, siempre piden la palabra para hablar de manera caótica del gobierno, del desdén de los alumnos por los libros, de la influencia del clima en la motivación por el estudio, de la indiferencia de los padres, de las cada vez más insoportables pilatunas de Fulanito de Tal y de bla, bla, bla, bla … Por eso (y es ésta una conclusión desencantada y triste), cuando convocan a una de ellas, no me hago muchas ilusiones y más bien desenfundo el revólver de mi incredulidad y me preparó para el impotable sonsonete que aguarda agazapado en la mente y los labios de uno de estos colegas que, cómo no, cargan sobre sus hombros el peso de una fama ganada a punta de “sesudas” y vehementes intervenciones.

Pues sabedlo bien: a estos colegas también se les ha rayado el disco y no se han percatado de ello. Desconocen que la primera obligación de un maestro sensato (y del hombre lúcido, en general) es no dejarse engañar por la realidad, evitar las trampas que ésta pone con sutileza en frente nuestro. Además, olvidan que el color de un hecho depende del color del cristal con que se mire, por lo que observar los acontecimientos que tienen lugar en la escuela y fuera de ella desde una sola y rígida perspectiva, es correr el riesgo de perderse la variada y sorprendente variedad de matices que no cesa de bullir alrededor.

He ahí el mal que los aqueja, la razón por la que hablan mucho y yerran aún más. Se diría que prefieren seguir montados en ese estrado ilusorio desde donde les hablan los demás (que, en su febril fantasía, los escuchan embelesados) que bajar de él e incorporarse con prontitud a la nueva y dinámica marcha que el mundo le ha impuesto a las cosas.
De ellos el maestro Baldomero Sanín Cano diría que “tienen las horas atrasadillas” y hay otros que, con un humor más despiadado, del que particularmente no sería capaz, les atribuirían “una yugular de cartón”.

Este humilde emborronador de líneas prefiere pensar que, para esos maestros, desde hace rato la vida ha hecho sonar el estridente timbre que decreta el momento de cambiar de escenario. Pero ellos se resisten a hacerlo.
2. Un fantasma recorre los pasillos de la escuela cada fin de año y provoca helados terrores en la mente de los maestros: el del programa no acabado.

Se cuenta que son muchos los que lo han visto deambular por los salones caída la noche, señalar con dedo acusador a uno y otro lado y después soltar una carcajada siniestra que cala hasta los huesos mientras hurga en los cajones y desordena libros, cuadernos y papeles como quien se muestra inconforme y pretende que el orden de la realidad se vuelva a hacer.
3. Pero también hay veces – le contaba yo el otro día a un amigo – en que me figuro a la clase magistral, la ahora muy vilipendiada clase magistral, como una señora gorda y entrada en años, que luce un desusado y largo vestido de colores fúnebres y cuyos muchos achaques la hacen moverse con dificultad por los pasillos de la escuela, mientras a sus espaldas estallan risas y se escuchan murmuraciones que hacen de su tránsito por cualquier lado un amargo suplicio al que está condenada, sin posibilidad de redención.

4. Esta mañana, después de una jornada de clases intranquila, el maestro Germain amaneció convertido en Albert Camus