lunes, 30 de noviembre de 2009

APUNTES DE UN PROFESOR DE BACHILLERATO

Apuntes de un profesor de bachillerato


Reproduce : Héctor Fabio Villalba
Sobre el mafaldismo
– ¿Cuándo llegará el día en que sus clases se ocupen del mafaldismo?
La pregunta se la he formulado, así, a quemarropa, al profesor de filosofía con quien me he topado en uno de los pasillos de la escuela. El hombre me ha mirado con inocultable incredulidad y, aunque se ha detenido por unos cuantos segundos, en seguida ha proseguido su marcha dejándome a mí con la palabra en la boca y haciendo un gesto para el que la sociedad ha establecido un claro e inapelable significado: “Está loco”.

Como pueden ver, mi ilustre colega, que se codea diariamente con los hombres más ilustres que ha tenido la historia, no me ha dado ni siquiera la más mínima oportunidad de exponerle mis argumentos en torno a la cuestión del mafaldismo, tema que, según su empañada óptica, no debe existir (porque para él lo que no aparece en los libros no existe) y al que ningún maestro de filosofía serio y trascendental como él debe prodigarle un solo instante de sus elucubraciones, mucho menos abrir el menor resquicio en su apretada cátedra, preñada de nombres, fechas y pensamientos.

Me ha tocado, de nuevo y por enésima vez, rumiar mis inquietudes acerca de quien me ha deparado innumerables momentos de profunda meditación acerca del ser humano y su azaroso tránsito por la tierra; una de quien tuve noticia en la infancia y desde entonces no ha dejado de asombrarme por sus pertinentes ocurrencias que tocan lo divino y humano con gracia y desenvoltura; la que, con aparente inocencia, desarma las no siempre nobles intenciones de los adultos que circulan a su alrededor: Mafalda.

Entonces, he vuelto a concluir que si una escuela filosófica (toco madera, pues, sin querer, invado los predios de mi ilustre colega) está formada por un conjunto de ideas, por una serie de pensamientos que reflejan una concepción del mundo, no hay explicación posible para que en los textos de filosofía no se hable del mafaldismo, una doctrina tan seria e importante como la socrática, la platónica, la kantiana o la hegeliana, para sólo mencionar algunas de las muchas que se traen a cuento en dichos textos y que forman parte del abrumador repertorio que, con muy pocas y honrosas excepciones, nuestros pacientes y resignados discípulos no alcanzan a descifrar.

Y como cuando uno no encuentra explicaciones – o se las niegan, como ha hecho conmigo este colega – los interrogantes se multiplican, no puedo dejar de preguntarme con la acuciosidad de un aguijón: ¿será tal vez porque su precursora no tiene las largas barbas, los espesos bigotes ni el aire meditabundo con que desde niños se nos ha acostumbrado a identificar a los grandes pensadores?, ¿o porque en lugar de la solemnidad ésta ha escogido la picardía y el humor como maneras de asumir la vida? Si son estas las razones, me temo que se ha cometido una grande injusticia con una pensadora de tan altos quilates y profundidad de pensamiento. Sería bueno, pienso yo, iluso como suelo ser, que para enmendar este gravísimo error los maestros que se encargan de despertar el amor por Sofía deben, sin pérdida de tiempo, adelantar una cruzada para hacer imprimir la imagen de Mafalda en los libros y sugerir que se le dediquen capítulos enteros. Tal vez hasta sea posible esperar que su busto sea colocado en museos y plazas del mundo entero y su retrato figure en las bibliotecas de las escuelas al lado de próceres y pensadores de alta alcurnia.


Pero como yo sé que mi colega hallará truncas estas razones, con previsión le detallo que el mafaldismo consiste en la interrogación sistemática de cuanto se nos presenta en la vida. Dicho con otras palabras, desde la perspectiva de esta escuela es deber del ser humano someter a una minuciosa revisión aquello que se le quiere imponer como lógico, pues la esencia de la persona se encuentra en su autonomía y libre albedrío. Bien se puede ver con estas premisas que el mafaldismo rechaza abiertamente lo establecido por un orden exterior, pues para esta escuela solo desde la libertad se puede trascender.


En cuanto al aspecto, digamos, social, al mafaldismo le preocupan en grado sumo las injusticias y desigualdades, los atropellos y la violencia. Sueñan los mafaldistas con un mundo mejor, lleno de afecto y tolerancia y en el que no caben padres ni maestros dictatoriales, especies a las que se tienen como enemigo de cuidado, ya que es fama que acostumbran imponer sus ideas sin tener en cuenta las de los otros y sin dar razones ningunas.

Por otro lado, la historia de las ideas debe decir que Mafalda no es una de esas pensadoras insulares a la que, pequeña Quijote, le haya tocado abrirse en paso en solitario para dar a conocer su pensamiento. Es decir, contrario a lo que ha ocurrido con otros, ella no ha predicado en el desierto, pues desde la génesis su escuela la han acompañado otros pensadores que se le equiparan en talante y profundidad, tales como Manolito, Susanita, Felipe, Miguelito y una vasta “legión de ángeles clandestinos” compuesta por niñas, niños y adultos de corazón infantil que no cesan un ápice en su empeño de trastocar este mundo hostil y desigual que algunos defienden a capa y espada nada más porque les permite mantener sus desmesurados privilegios a expensas de la tristeza de otros.

Son ellos, ni más ni menos, quienes nos han regalado ideas brillantes como éstas que rara vez uno encuentra en los otros pensadores: “Si los autos quieren suicidarse allá ellos; lo que no se entiende es esa manía que tienen de hacerlo cuando llevan gente adentro”; o tal vez esta otra, que arroja un chorro de luz sobre un aspecto de mucha trascendencia: “¿No es sorprendente lo útil que resulta la espalda para irse? No sé como haría la gente para irse si no tuviera espalda”; o esta que, dada concreción y certeza, no admite discusión: “Soy una convencida de que la gente que es pobre no lo hace por la maldad”.

En fin, podríamos alargar estas líneas con profusión de citas del tenor de las anteriores, pero ello mismo estaría en contravía de una criatura que prefiere las pocas palabras y que debería hacerse presente en las clases de filosofía, así sólo fuera para sonreír ante la mirada impávida de mi colega.

Quiera Dios y ese día no esté lejano.